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Artículo: ¿Adiós a los cuerpos? Otro efecto inesperado del tsunami digital

Fuente: ACEPRENSA

Resulta paradójico que en una época en la que hablamos tanto de identidad y de reconocimiento –quiénes somos y cómo queremos que nos consideren los demás–, nos miremos tan poco a los ojos. Los adultos recomendamos a los jóvenes que sigan el consejo “sé tú mismo” y les animamos a que sean auténticos. Pero a veces olvidamos el papel que nuestras miradas tienen en la conformación de esa identidad.

Como explica el filósofo Byung-Chul Han en su libro No-cosas, la mirada de las madres (y de los padres, habría que añadir) “construye la confianza original” de los hijos; les brinda “apoyo, autoafirmación y comunidad”. En cambio, la ausencia de esa mirada deja una herida profunda, una falta de afecto que cala en el alma.


Algo análogo ocurre en el mundo laboral. Hoy el foco está en la digitalización de las empresas, pero falta por desarrollar hacer que los demás se sientan mirados. Este trabajo humano de conexión es una forma de reconocer la dignidad del otro, de demostrarle su valor, que es lo opuesto a hacer que se sienta invisible.


Para Han, el déficit de miradas es “responsable de la pérdida de empatía” en la sociedad actual, un problema inherente a los dispositivos digitales que favorecen la “comunicación descorporeizada”. Además, incitan a una comunicación, atolondrada, que demanda del resto una disponibilidad y una atención que ella niega lo que propicia que nos sintamos solos”, una sensación que tratamos de paliar aumentando el flujo de mensajes y de conexiones. “Pero esta hipercomunicación no es satisfactoria. Solo hace más honda la soledad, porque falta la presencia del otro”.


Que la conexión constante al smartphone está deteriorando nuestra capacidad de empatía es algo sobre lo que lleva tiempo advirtiendo Sherry Turkle, psicóloga clínica y socióloga del Instituto Tecnológico de Massachusetts.Una de sus intuiciones más agudas es que hoy hemos aceptado “un nuevo código de costumbres sociales” que otorga a las interrupciones ocasionadas por el móvil un trato de favor: “Yo crecí entre libros. Pero cuando hablaba con mis mejores amigas no tenía permiso para abrir un libro y ponerme a leerlo en medio de una conversación”.

La manía de poner a la gente “en pausa” o de sacar el móvil donde nos apetece –dice Turkle– son manifestaciones, más o menos conscientes, de falta de empatía.


Afortunadamente, también hay contraejemplos y encontramos reacciones llenas de empatía ante la evaporación de los cuerpos. Así ocurrió con el amplio apoyo que suscitó la petición en Change.org de un jubilado español de 78 años que reclamó a los bancos más atención presencial, frente a la tendencia a cerrar sucursales y multiplicar los trámites online.


La digitalización de cada vez más ámbitos de la vida no solo se está llevando por delante miradas, sino también palabras y gestos. La escritora JoAnna Novak habla en el New York Times de una “crisis del tacto”, que se vio acentuada por la pandemia del coronavirus, pero que es más profunda. Entre otras cosas, porque es hacia donde quieren llevarnos las grandes empresas tecnológicas que están detrás del metaverso: “A pesar de su retórica sobre unir a las personas, Meta fomenta una desconexión humana fundamental: elimina nuestros cuerpos de la ecuación”.


Los impulsores de la realidad virtual –dice Novak– son conscientes de esta carencia y están interesados en desarrollar inventos que recreen el tacto. Pero las simulaciones somatosensoriales nunca podrán suplir las conexiones humanas profundas, como abrazar a los seres queridos.

Otro ámbito en el que se notan los efectos de la desencarnación digital es en la vida familiar. En su libro ¿Qué es una familia?, el filósofo Fabrice Hadjadj llega a mostrarse más preocupado por la falta de proximidad en los hogares que por las ideologías antifamiliares: “Lo que deshace el tejido familiar en nuestros días, (…) no es tanto un militantismo ideológico como un estado de hecho tecnológico”. Y añade: “No sufrimos un déficit de ideas, sino de presencia”.

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También la artista plástica Jenny Odell tiene claro que los dispositivos digitales no son medios inocuos. “A medida que el cuerpo desaparece, también lo hace nuestra capacidad para empatizar” “Veo el teléfono móvil y me pregunto si no se trata de una especie de cámara de privación sensorial”.

Y al revés: tiene la experiencia de que, cuando lo ha aparcado y se ha entregado a “prácticas de atención deliberada” en medio de la naturaleza y de sus próximos, ha descubierto delante de sus ojos la “realidad aumentada” con la que soñaba.


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